Sobre Hernaiz, Quereilhac y un primitivo amor por las polémicas académicas

Si la literatura no existiera esta sociedad no se molestaría en inventarla. Se inventarían las cátedras de literatura y las páginas de crítica de los periódicos y las editoriales y los cocktails literarios y las revistas de cultura y las becas de investigación pero no la práctica arcaica, precaria, antieconómica que sostiene la estructura.

Ricardo Piglia, Prisión perpetua [1988]

El monumental Giordano Bruno y la tradición hermética [1964], de la profesora Frances A. Yates, contiene dos escenas que me impresionan. La primera sucede avanzado el siglo XV cuando le proponen a Marsilio Ficino traducir completo a Platón, y opta por la obra de Hermes Trimegisto a quien considera el padre de toda sabiduría. “Se trata de una extraordinaria situación”, dice Yates. La segunda –acaso menos conocida- es la polémica de Bruno con los ´pedantes doctores de Oxford´. Giordano viaja de Francia a Inglaterra repleto de cartas de recomendación nacidas de infinitas lamidas, como se estilaba en esos tiempos. Invitan al mago y juglar a hablar frente a profesores universitarios a quienes les convida una argamasa copernicana, el sol en el centro, mezclada con ideas astrológicas del hermético Ficino, hasta hartarlos y lograr que lo callen acusándolo de plagio y de herejías varias. “¡Qué maravillosa escena!”, festeja Yates. Bruno se queja de los gramáticos que ocupan cátedras escribiendo con corrección sin poder hilvanar ni un par de ideas.

Dos escenas sueltas, dos representaciones azarosas y un corolario previsible.

El tiempo es inclemente con los nombres que pretenden encarnar un epistemológico ´no-se-diga-más´.

La universidad está habitada, en su mayor parte, por parásitos.

Giordano acabó sus días, en el exacto mil seiscientos, ardiendo como una antorcha.

Institución, norma y castigo son una única cosa incluso –o sobre todo- si se discute el conocimiento que fermenta en algunos tugurios. Y decir conocimiento es decir mucho.

Desde hace un par de años uno de mis pasatiempos favoritos es compilar dislates dados a la imprenta por los actuales gramáticos pedantes. Tarea ingrata que azuza la brizna en el ajeno y niega la floresta en el propio -aunque es probable que el fruto de mi aburrimiento tenga algún asidero.

La cuestión –intuyo- son los demasiados privilegios otorgados por una institución que tal como funciona hoy, me refiero a las humanidades en particular, podría pasar a cuarteles de invierno sin que nada de la vida social se desbarajuste, excepto los cuadros depresivos de sus adictos adeptos y la extrema relativización del entramado endógeno de autopromoción que infecta este mundo con especialistas y doctores balbuceantes.

Ni las variaciones circenses de gran parte de los sesudos profesores ni la ficción de esas intervenciones de una u otra manera desmontada impiden a esa iglesia laica -la Universidad- hacer gala de un férreo y centenario blindaje ante el paraíso de los creyentes.

El siglo XXI y su fervor por las nuevas tecnologías lamentan el rol de la academia tradicional. Por ahora, la maquinación ´universidad libre y abierta´ permanece en los teclados de ciber-fanáticos que poco pueden hacer con sus trances mesiánicos y salvíficos.

En la vereda de enfrente, los anarcoprimitivistas vociferan sin ningún efecto que si algo hoy amenaza a los humanos, eso fue con certeza desarrollado -desde la revolución industrial para acá- en los antros universitarios, al servicio de la ley y del orden.

Esa huella primitiva, bordada sobre la neurosis que brota en las dendritas de todo candidato a disidente, es la que sigo –la monacal huella del Freedom Club.

Meses atrás me entretuve con el Seba Hernaiz y su premiado ensayo sobre Rodolfo Walsh cuya arquitectura es síntoma de la timba académica: manipular ´fuentes´ para decir lo que la ola del momento sugiere, dicta, impone. Veo en él a un escriba a sueldo.

Más acá en el tiempo, me aboqué a una lengüi-suelta reseña sobre un libro de Soledad Quereilhac que, según considero, no resiste el menor análisis: dice lo que se dice desde hace décadas. Entre los argumentos que dispongo, sin repetir los vomitados, asoman la tesis doctoral de 2009 de la investigadora española Lola López Martín, contemporánea y gemela de la de Soledad dedicada a la literatura fantástica y una reseña, financiada por la propia editorial que la cobijó, y que párrafo tras párrafo deja en claro que su autor ignora sin más de lo que habla.

¿A aquellos aprontes clonados destinan el dinero las instituciones estatales?

A la copia de lo que no existe, Platón la llamó ´simulacro´.

¿Esa es la estrategia de la empresa editorial para darle lustre a su fallido producto?

En el largo camino desde el proyecto de investigación, pasando por la reescritura hasta llegar al formato libro, ¿ninguna voz se alzó diciendo ´no´?

La represalia por la ingenua osadía apareció días después de publicada mi reseña con ´tono irresponsable´, en términos del escéptico editor.

Un e-mail nocturno trajo la mala nueva cancelando una invitación a escribir gratis para una revista académica que, por supuesto, nadie lee.

La justificación de la censora de turno no fue la crítica al presunto academicismo de Soledad, sino mi mencionado ´mal tono´. Dos o tres puteadas bastaron. Todos sabemos que, como en los tiempos arcaicos, quien no lame, llora.

Les confieso mi intenso dolor, aunque nada como la felicidad que me da confirmar que en el universo de los parásitos la polémica está, desde y para siempre, erradicada.

Bruno creía en infinitos mundos y acaso por eso se dejó quemar manso y convencido de su misión profética. Si no era en éste, tal vez tuviera suerte en algún otro.

No puedo ni pretendo darme ese lujo.

Publicado por Roberto Lépori

1976 / observador temporal ciencia ficción hermética /

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